Qué duda cabe de que la literatura recoge la melancolía del hombre y
acoge la esperanza de vientos mejores. Que en sus adentros se configura
la huella de la sociedad y la cosmovisión del mundo. Las páginas
literarias reconstruyen esa realidad latente, en renovados ambientes y
nuevos campos de batalla. Agita banderas con el viento de la imaginación
elevando cometas multicolores.
La literatura es una noble herramienta de la liberación del
pensamiento y de la incansable estratagema en pos de la creación. Ante
la ignominia y la injusticia, la literatura se erige como una manera
inequívoca de ética y estética social.
Para su producción, es menester el sigiloso escenario del creador y
el papel, desde el rigor y la intimidad. El entorno despoblado de
vacuidades y vanos pretextos tiene que ir acompañado de la capacidad de
reinvención. Y, desde luego, de la insistente convocatoria a la utopía.
Como afirma Gabriel García Márquez: “Una nueva y arrasadora utopía de
la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir,
donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde
las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para
siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Desde la palabra mágica llega a mis manos “Nosotros los de entonces”
(Imprenta Mariscal, 2012), antología de Raúl Pérez Torres, en cuyo
contenido sobresalen cuentos de reconocidos nombres de nuestro país:
Carlos Béjar Portilla, Iván Egüez, Francisco Proaño Arandi, Abdón
Ubidia, Carlos Carrión, Javier Vásconez, Jorge Dávila Vázquez, Jorge
Velasco Mackenzie, Eliécer Cárdenas, entre otros.
Resalta con luz propia el lúcido prólogo de Pérez Torres en donde
efectúa una didáctica retrospectiva de la literatura ecuatoriana, y,
particularmente, puntualiza aspectos trascendentes de la generación de
los años sesenta y setenta (Grupo Tzántzico), representados, en gran
medida, por los autores incluidos en dicha propuesta antológica.
En “Nosotros los de entonces” se aprecian textos de aventuras y
desventuras, de amores y desamores, de vino y nostalgias, de ideologías y
rupturas, de alegrías y quebrantos, de madrugadas y dolores, de sueños
mochileros y corajes lejanos, de guerrillas inconclusas y revoluciones
marchitas, de pasión y rabia, de ausencias y amistades prolongadas, de
decepciones y esperanza.
En una descriptiva definición de Raúl Pérez: “una literatura de la
ambigüedad, de la angustia, de la incertidumbre, del desencanto del
hombre y sus instituciones; una literatura que, sin embargo, busca la
identidad perdida, la inocencia, el gesto, el otro rostro de una
existencia urbanizada y encementada, literatura que fluye de la
conciencia, que interioriza en los eslabones rotos del ser humano que
desquicia lo cotidiano que revela su secreto, que envuelve, alumbra y
oscurece la identidad del hombre común, que se olvida de la anécdota
para ir vertiginosamente a la esencia existencial de un gesto, una
palabra, una lágrima; una literatura hasta cierto punto secreta, con el
áurea de un diario íntimo, donde el antihéroe sin ornamentos se mira al
espejo, hace muecas, grita a la conciencia del lector para juntos
empezar siempre una faena lúdica y trágica de búsqueda de la dignidad,
de la libertad, del amor extraviado”.
Ni más, ni menos.
Diario El Telégrafo / 11 Jul 2012
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