Este espacio contiene artículos de opinión y datos informativos sobre arte, cultura, identidad y análisis político. Aunque en esencia, se nutre de la semilla literaria que crece como la vida, y, a ratos, se ausenta como la muerte.
miércoles, 27 de octubre de 2010
El milagro del fútbol
El fútbol mueve masas. Agita corazones. Se inserta en la profundidad de los más variados estratos sociales. Por ejemplo, en los barrios marginales, en donde la figura del balón de cuero es tan solo un espejismo.
El fútbol es pasión descarnada; sinfonía de orquestas disímiles cuyas características se entremezclan con la habilidad individual y el solidario ritmo colectivo. Es desprendimiento y tentación. Fama y desdicha.
Domingo tras domingo los estadios son testigos de la fiebre humana, del hincha común, del parcero anónimo que intercambia el fracaso diario y el aliento de esperanza. La cerveza se riega en los cuerpos sufridos de los espectadores. Las barras complementan el jolgorio en medio de la jungla y el sol canicular. El fútbol es sinónimo de intuición, fortaleza, disciplina, parsimonia y ñeque en el gramado.
Todo va bien hasta cuando reflexionamos sobre la mercantilización de este noble deporte. Todo tiene sentido y lógica, hasta cuando reparamos en su afán de lucro y espectáculo, el mismo que esconde poderosos intereses comerciales, mediáticos, publicitarios, económicos y, hasta políticos. Otra vez el ogro del poder acechando con sus inmensos tentáculos. Aquí cabe la sentencia de Daniel Samper Pizano: “El fútbol es un fenómeno social pero, hasta el momento, está mejor vendido que jugado”.
Entonces cuando caemos en cuenta de esta triste realidad, el fútbol pierde su encanto, se evapora la gambeta mágica, y el estilo del toque suave y suscitador se pierde en la neblina de días pasados y, en este caso, mejores. Y recordamos las jornadas felices en donde la pelota era de trapo o de periódicos marchitos y, los arcos se confeccionaban con la ropa de los protagonistas o de las piedras que se recogían de los alrededores de la canchita maltratada por el sistema que ha privilegiado a unos pocos en perjuicio de la mayoría. Y es -irónicamente- de esa mayoría de donde han surgido los genios del fútbol.
Por eso el fanático -ese personaje pintarrajeado de ilusiones, aturdido entre gritos incesantes, disfrazado con la ilusión de la gloria, abanderado del pitazo inicial- prefiere el juego bonito (jogo bonito) que se impone a fuerza de la destreza del típico astro futbolero, que se desplaza sonriente junto con el pase perfecto, que armoniza las jugadas retenidas en el tiempo y en el espacio, que entreteje el camino hacia las redes, para gritar al unísono el gol. En otras palabras, la poesía en la cancha. Como dice Héctor Negro: “El ritual o la fiesta del domingo, que han hecho/ para que crezca el fútbol con milagro de pan./ El gol vendrá estallando desde truenos dispersos/ y su eco prodigioso ya no se apagará./ Regueros rumorosos volcarán los regresos/ y más allá del lunes la pasión arderá”.
El fútbol es un diálogo íntimo con la pelota, el sutil encanto de la número cinco expresando el lenguaje universal de la estética. Más allá de certámenes rimbombantes, jingles auspiciosos, documentos precontractuales, premios onerosos, cuya finalidad se divorcia con el honor y sudor a la camiseta.
El fútbol tiene códigos que se perennizan con el aplauso de la gente, con las lágrimas derramadas ante el resultado adverso, con el inagotable abrazo que emana del triunfo, con la amistad transmitida por el intercambio de camisetas, con el cúmulo de acciones que le hacen un deporte creíble, amado y sensible. Y, por supuesto, popular.
Artículo publicado en El Telégrafo, 28 de julio del 2010, pág.08
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