Este espacio contiene artículos de opinión y datos informativos sobre arte, cultura, identidad y análisis político. Aunque en esencia, se nutre de la semilla literaria que crece como la vida, y, a ratos, se ausenta como la muerte.
miércoles, 16 de febrero de 2011
Artieda o la maldición de la palabra eterna
La literatura es el estallido de los sentidos en el papel en blanco. Es la luz de neón iluminando la soledad de las grandes ciudades. Es el oráculo que advierte la felonía del sacerdote ante la cruz. Es el sonido de las caracolas, perpetuándose junto a la salinidad de las aguas. Es la audacia de los amantes desafiando -tras la cópula- a la moralidad y a las máscaras. Es la bifurcación del recuerdo y la plenitud de un futuro incierto. Es la huella indeleble de la existencia humana. La literatura encierra la acción mundana, seduce al verbo y a las pasiones escondidas, acumula párrafos de encantamiento y persuasión, de temores y ausencias. La literatura tiene el caleidoscopio con el cual se vislumbran los días infinitos, se observan a los ángeles con sus alas asaltando el extenso cielo, se perciben los besos de agitados seres escondiéndose en el laberinto de la nada. La literatura tiene la fuerza del volcán y el ritmo perdurable del bolero; resplandor y oscuridad, cuerpo y alma, conjugándose en el remolino de la palabra perenne.
Ernesto Sábato acerca del oficio literario, cavila así: “[…] la literatura no es un pasatiempo ni una evasión, sino una forma -quizá la más completa y profunda- de examinar la condición humana. […] Una de las misiones de la gran literatura: despertar al hombre que viaja hacia el patíbulo”.
Fernando Artieda Miranda (1945-2010) fue un escritor del tiempo actual, lleno de contrastes y paradojas, de demiurgos y fantasmas agónicos. Sus textos terminaron en manos del pueblo; verdadero co-autor de sus desenfadados e irreverentes versos, de sus subversivos y esperanzadores relatos. Autor de varios libros: “Hombre Solidario”, “Safa Cucaracha”, “Cuentos de guerrilleros y otras historias”, “Cantos doblados del patalsuelo del alma”, “De ñeque y remezón”, “Una golondrina no hace un carajo”, “El alcahuete de Onán”, de la antología poética “Seco y Volteado”, entre otros. Artieda supo acoger y recoger el sentimiento de la gente enraizada en su ciudad natal: Guayaquil; de las vivencias cotidianas que se inmortalizaron a través de un canto lastimero y profuso, en donde la bohemia y el látigo del pecado se fundieron en un solo grito recurrente y fatal. A partir del lenguaje sencillo y descarnado, Artieda trascendió también en el insondable camino periodístico, con una particularidad inconfundible, siempre consciente por revelar la verdad de los hechos y reivindicar a los desposeídos; personajes sumidos en la injusticia y el oprobio social. No obstante, fundamentalmente, él fue el vate de los lagarteros, de las muchachas bonitas coqueteando en el malecón, de los borrachitos de cantina, de las mujeres de falda ligera, del inmortal Julio Jaramillo, de los camaradas convencidos de luchas utópicas, de los desempleados y marginales. Como él lo advirtió: “Un hombre desnudo frente a su espejo/ es solo una verdad a rajatabla”. Por ello, escribió sobre el vehemente peregrinaje diario y la insondable realidad que le acercó siempre al desenfreno del mar y a la sombra noctámbula. Su irreversible ausencia se ve superada ante la autenticidad de su legado literario. Fernando Artieda es el poeta perverso y vital del Guayaquil eterno.
Diario El Telégrafo / 20-octubre-2010 / pág.08
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