La temática abordada en las columnas de opinión es diversa y de
absoluta variedad. Se sugiere -como generalidad- que los aspectos
analizados sean vigentes en el panorama de la discusión pública. Más aún
si los mismos concentran la atención política. Sin embargo, también se
añade el interés por elementos reflexivos en la economía, cultura,
artes, historia, ecología, jurisprudencia, ciencia, técnica, entre
otros. En mi caso, la literatura empuja la dirección de la pluma en el
papel intacto. Aunque no siempre esa sea la inclinación analítica.
En sí, el autor/a del artículo periodístico tendrá entre ceja y ceja
en el transcurso de la semana, el tópico que será objeto de estudio en
tan rico espacio de discernimiento de ideas. Es ahí cuando surge una
infinidad de elementos que son procesados contra corriente en la
inmediatez contemporánea.
Es que para escribir un texto de tales características se requier
investigación, conocimiento y creatividad, con la finalidad de que
estimule en el lector/a un placer por descifrar tal aporte en el debate
comunitario. Hay articulistas aburridos y superficiales, cuyos
comentarios están desprovistos de argumento e hilo persuasivo.
Pero
también hay de los otros/as; de aquellos que vencen y convencen con sus
líneas editoriales en el momento en que se enfrentan con sus seguidores
y/o detractores. Hay que tener una fina manera de expresar los hechos,
las cosas y las sensaciones. Es necesario adentrarse en la mira
intelectiva y en el corazón del receptor/a.
Un editorial contribuye a cimentar el espíritu de deliberación
masiva, pero también a sensibilizar las arterias internas del
ciudadano/a sencillo/a. Aunque muchos dirán que en la actualidad las
prioridades del hombre son otras -menos el encanto por la lectura-, creo
que la esencia de este género comunicacional se mantiene: invocar al
libre flujo del pensamiento y al raciocinio, para lo cual se agregan
tres hermosos verbos: pensar, sentir y soñar.
En esa línea de definición me encontré en tanto viajaba en estos días
para intervenir en un encuentro poético en el extranjero. Esto me
permitió detectar algo que sucede con frecuencia en los aeropuertos: el
traslado de personas a sitios distintos de arribo y permanencia.
Parecería de sentido común, pero tal movimiento de pasajeros/as conlleva
a las interrogantes sustraídas de la Grecia antigua: quiénes somos, de
dónde venimos, hacia qué lugar vamos.
Es evidente que la globalización facilita las actuales tareas del
convivir social. Pero, a la vez, genera el hábito individualista en el
ser ante el manipulado concepto de la superación y excelencia
particular, lo cual fomenta el desinterés por el bienestar colectivo.
Los viajeros/as son autómatas consumidores de las herramientas
tecnológicas y asiduos compradores en tiendas de marca. Esto reduce la
cualidad del diálogo y la plenitud de la sencillez.
En las terminales aéreas se observa el cariño efusivo por la
bienvenida y el abrazo desolado de la despedida. La alegría del retorno y
el dolor por la ausencia. La movilidad de personas con equipajes y
anhelos, quienes buscan accesos y conexiones, atraviesan puertas, se
alejan de los suyos, se detienen por instantes para redefinir su próximo
rumbo de estancia. En fin, abren surcos entre la diáspora y el
horizonte del mañana.
Este asunto podrá sonar irrelevante, sin embargo, lo expongo por su
naturaleza humana: razón medular de cualquier artículo de opinión.
Diario El Telégrafo / 03 Oct 2012
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