El ejercicio de la política ecuatoriana se ha visto envuelto en más de una ocasión de paradojas y sofismas. Esto, sobre todo, considerando que, en el pasado, los efectos de esta loable práctica -según su acepción natural- se encauzaron a favor de pequeños grupos, direccionados en la medida de pactar con sectores fácticos, ligados al predominio del capital y el oligopolio.
Desde el retorno a la democracia en 1979, Ecuador ha estado infectado de plutocracia, o sea que las élites de poder financiero, mediático y social accedieron a prebendas y fueron parte de la toma de decisiones en el ámbito gubernamental. Entonces, cabe citar la sucretización, el salvataje bancario, el menosprecio a los derechos humanos, los actos de corrupción aupados por los regímenes de turno, las medidas de ajuste financiero, la aplicación sin contemplaciones del neoliberalismo que hizo mella, especialmente, entre las décadas de los 80 y 90. En tanto que, a principios del presente siglo, los estragos y consecuencias de este modelo nocivo para la dignidad de las personas ocasionaron la profundización de la crisis, cuya salida siniestra fue la masiva migración de compatriotas al exterior, en busca de mejores modos de supervivencia.
Tal circunstancia, con la complicidad de sectores claramente identificados, que medraron del aparato oficial y de los recursos públicos. Muchos de ellos mantuvieron por largo tiempo niveles de representación política, a través de su afiliación con partidos tradicionales, en los diferentes estamentos de la Cosa Pública y de las funciones del Estado. En ese tejido de descomposición nacional el antiguo Congreso no fue más que el sombrío reflejo de indolencia y quemeimportismo por el devenir patrio. Quedan latentes en la retentiva de la ciudadanía aquellos episodios vergonzosos escritos por la infamia del cenicero, del alcohol, de la prepotencia, del insulto, de los contubernios de la “regalada gana”. No podemos olvidar, por ejemplo, cuando los diputados socialistas Víctor Granda y Diego Delgado fueron objeto de frases ofensivas (crecidas de orín y bajeza) -el primero- por parte del actual Alcalde guayaquileño, y -el segundo- de una brutal agresión física por cumplir con su tarea fiscalizadora.
Todo ello a propósito de la escandalosa reacción de estos mismos grupos de poder, que con la cómplice cobertura y apertura de ciertos medios -algunos de su propiedad- han puesto el grito en el cielo por el estribillo de una canción protesta pronunciada por Gabriela Rivadeneira, presidenta de la Asamblea Nacional, desde la irreverencia de una ideología que rompe dogmas. Me pregunto, ante tanto cuestionamiento mediático: ¿existen malas palabras? O acaso, ¿términos indebidos?
Desde esa apreciación moralista cabría decir qué es lo bueno y qué es lo malo de las frases asumidas o de las cosas realizadas. ¿Cae en terreno fértil para el debate nacional detenernos en valoraciones de carácter semántico, gramatical o sintáctico?
Más aún cuando fue evidente la descontextualización efectuada del enunciado y de la intención maniquea de los inefables portavoces de la opinión pública.
No hay duda de que estamos en época de rupturas, en donde el buen decir y el buen hablar no se circunscriben a una retórica de coctel y protocolos, sino a la integralidad de una filosofía que nos conduce al buen vivir, con tolerancia a la otredad.
Diario El Telégrafo / 23 Oct 2013
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