Carlos Fuentes asevera que “un escritor conjuga los espacios, los
tiempos y las tensiones de la vida humana con medios verbales”. Es decir,
transmite sus ideas, emociones y ficciones a través de una realidad que tiene
un pasado inicial, un presente latente y un futuro en pleno giro de
construcción.
De alguna manera esta aseveración recae en la propuesta de la
poetisa argentina María Ester Chapp, a través de sus libros “La sed” y “El ojo
peregrino” (ambos con el sello de Ediciones El Mono Armado). Versos que
decantan las ruinas de piedra, los vestigios rupestres predispuestos a la
adoración, el Dios que habita en nuestros logros y derrotas, el enigma de la
“tierra prometida”.
Poesía que transmite el holocausto de la humanidad, la crueldad
desde los orígenes del hombre, los conflictos geográficos y mentales de las
naciones entrelazadas por la historia, la identidad cuestionada desde sus
laberintos, la existencia del ser increpada en cada amanecer, la luz y la
sombra al filo de la desmemoria, la ceremonia del silencio en toda su plenitud.
En caligrafía de María Ester: “… esa voz ajena y mía/ verbo sangrante/ se
enhebra hoy como poema”.
Los espejos reflejan en imágenes elocuentes el exterminio entre
hermanos, la locura de los ejércitos armados de odio y oscuridad. Pero también,
en el sentido poético de María Ester Chapp, se escucha el canto esperanzador de
John Lennon, se advierte el resurgimiento de Lázaro entre pájaros muertos, se
invoca al alimento divino que permanece intacto en el desierto y en las
Sagradas Escrituras, se esgrimen preguntas en la intemperie de la hoja y
certezas en el largo peregrinaje: “Yo doy mi luz/ cuerpo destello/ una visión/
en el violeta/ un sonido primordial/ del cuerpo templo/… Yo guardo las señales
del misterio/ escritura sutil/ cuerpo poema”.
Miradas lobas reaparecen en los textos mientras las llamas arden y
se agitan. La ciudad de Buenos Aires “barco a la deriva”, o cualquier metrópoli
del mundo perturba a la autora, quien redescubre la plenitud del templo que
aguarda tras el blasón femenino: “la ciudad me desconcierta/ tengo sed/ pero un
destello basta/ aromas leves/ aguas del gran espejo/ tan cerca la gracia/ un
templo en el cuerpo/ algo de cielo/ en esta tierra”.
La esencia del mar, el espesor del árbol, el resplandor y el
abrazo, la tarde de colores, el tren que viaja sin dirección fija, marzo tras
la perturbación de la lluvia, las manos gitanas jamás leídas, el desvarío de la
muchedumbre, miradas propias y extrañas escondidas en el telón de las
obsesiones, la mitad del orbe y su línea imaginaria, la luz interna de los
ciegos, las máscaras que impiden acariciar lo diáfano de los días.
Al final, como afirma María Ester: “no es el poeta quien habla/ un
torbellino lo circunda/ un cristal lo sostiene/ le dicta/ palabras brotan del
relámpago/ como espasmos de la fuente inagotable/… no es el poeta quien habla/
es el gran ojo que recuerda”.
Diario El Telégrafo / 08 May 2013
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